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Villaclareñas

Entre guajiro y guajira

Entre guajiro y guajira

Una larga explanada indica el camino. Casas modernas lo engalanan, junto a los palmares, el área platanera y el guayabal cercano que lo rodean. Casi a la entrada del sitio realza el taller de maquinaria, y allá, en lo último, un inmenso depósito elevado de agua, semejante a una nave marciana, que aporta una nota peculiar a ese segmento placeteño ocupado por la Cooperativa de Producción Agropecuaria (CPA) Alexander Stambolisky.

Caminar por el terraplén denota que la campiña actual difiere de la descrita en libros y revistas del ayer. La Universidad para Todos cala, y ya no se escucha tanto un «entodavía» o un «haiga».

El paisaje se transforma. Una placita para el expendio de las propias producciones logradas en los surcos abonados en la jurisdicción, y contiguo, el consultorio médico con una enfermera de excelencia: Inés Delgado Rodríguez, quien acumula 34 años de  experiencia.

De pronto, aparece un tractor. Aún no se divisa su conductor. Viene en marcha… ¿Cómo? ¿Una mujer? En efecto. Claribel Riverol Jiménez, residente en el asentamiento desde 1986. Le apodan La Guajira y transporta en su vehículo a las brigadas de autoconsumo y de cultivos varios de la CPA. Alguien que, según cuentan, hace historia.

VOLANTE y VOLANTE

Todo comienza porque el esposo de Claribel, Humberto García García, resulta también tractorista, maslas preferencias del público inclinan la balanza de la profesión hacia ella.

«Excelente chofer y mecánico, pero yo no sé qué pasa que si ponemos las carretas juntas, la mía se llena más rápido», confiesa La Guajira.

Y la parte contraria riposta: «Con ella se montarán los hombres, pero cuando yo salgo vaya a ver a quién prefieren las pepillas.»

Aun así, entre ellos prevalece la armonía. Treinta y dos años de matrimonio en los que han compartido momentos alegres y difíciles. Lo rutinario en cualquier pareja, y si de algo vive contenta Claribel es que figura entre las muy escasas tractoristas existentes en la provincia.

«Humberto me enseñó a mecanearlos. Y ahí está mi MTZ-80 dispuesto para lo que sea. Soy su «médico» de cabecera porque de tornillos y mecanismos he aprendido bastante. A veces las roturas han sido complejas. Faltan las piezas; sin embargo, le doy por aquí y por allá hasta vencer el problema, y si no puedo, solicito ayuda pues el ser humano no debe sentirse dueño del mundo.»

—Y no ha pasado apuros al mando del timón?

—Oigame. No quiero acordarme del día en que iba subiendo una loma con la carreta cargada de malangas y se atravesó una vaca. Me las vi oscura. Puse palanca y clochet, pero aquel aparato se iba hacia atrás. Dije, no te puedes turbar Guajira. Poco a poco, salí del aprieto y controlé la situación.

Humberto se rascaba la cabeza al saberlo. Una sola palabra expresó: «Naciste.» No obstante, conoce las peculiaridades y está seguro de que en su mujer sí hay timón.

«Eso de hacerse tractorista fue por cuenta mía —sentencia El Guajiro—. Llevábamos tres o cuatro años de casados cuando la embullé. Yo fui su maestro, y desde entonces, aprecié su espuela para dominar el equipo. Sacó la licencia. Aprobó, y a veces, nos damos cruce en el camino. Ella, sumamente responsable. Si digo otra cosa miento.»

Para Claribel Riverol el tractor tiene su magia. Hay que verlo pintadito de un rojo resplandeciente, despojado del polvo inevitable de la campiña durante la sequía o del fango penetrante siempre que un aguacero bendice a la zona.
Una vez en el hogar, quien primero llega inicia las faenas. Tres hijos y cuatro nietos se suman a los componentes familiares. Una de ellos, la pequeña Keily Díaz García, con solo cinco años, prefiere la comida de Mima —léase La Guajira—, aunque pide que nadie se entere.

—¿Qué piensa Claribel?

—Yo no sé si será eso que ahora le llaman autosuficiencia. En verdad, El Guajiro ayuda muchísimo, pero no hace nada mejor que yo. Creo que hasta en la guataquea le gano.

—¿Y cómo mujer siente algún miedo?

—Ni siquiera a las ranas, así que mucho menos al tractor.

Humberto sonríe y decide que nada mejor para finalizar que una buena controversia. Esa que arranca en el portal de la casa cuando él irrumpe:

               No vaya a pensar ella
               que porque soy veterano,
               me va a llevar de la mano
               como si fuera su estrella.
                Ah, que de verdad que es bella,
                es verdad que si lo es,
                pero no me rindo a tus pies
                porque si me da la gana,]
                mañana me busco otra
                y yo te dejo al revés.

        Ella: Muchacho de qué alardeas,
                no dejes que yo te mate
                si hace tiempo el almanaque
                te sacó de la pelea.
                pues aunque tú no lo creas
                tu mente ya está caduca
                y estoy viendo que a tu yuca
                ya le ha caído calambre
                y estoy pasando más hambre
                que un piojo con una peluca.

Los vecinos aplauden. Las puertas del hogar cierran discretamente con la picaresca evidente de lo que va a suceder, porque adentro, entre Guajiro y Guajira, no hay distancias ni secretos.

—La CPA Alexander Stambolisky —donde conviven El Guajiro y La Guajira— pertenece a la Empresa Agropecuaria Benito Juárez, de Placetas, que cuenta con mil 301 hectáreas de extensión; de las cuales 830 están dedicadas a la ganadería como sostén principal.

—El resto se comparte entre cultivos varios, recursos forestales y frutales, con un asentamiento poblacional enclavado en la propia Villa de Los Laureles y otro en la localidad de Oliver.

—Sus fincas están vinculadas a los resultados finales. Una parte destinada al cultivo de yuca y plátano, en tanto la producción lechera es entregada a la industria láctea.

—De sus 52 cooperativistas, solo 12 son mujeres, y por sus saldos integrales la CPA acumula distinciones, y posee la suerte de tener a una de las pocas tractoristas que andan por los caminos de Villa Clara.

CONTRASTES 
     
Lino Garante y su esposa Albecia tienen en la piel las marcas del campo. Un trabajo continúo en sus siete décadas de existencia que ha hecho sus estragos.

Ellos residen a más de mil 800 km del norte de Lima, la capital peruana, en un punto llamado Chulucanas. Un poblado pequeño donde sobresale la iglesia y el camposanto.

Es tan rústico el hogar de la pareja, que apenas conocen de la modernidad eléctrica. Ni siquiera existe un radiecito para llenar, en parte, la necesaria espiritualidad en una tierra identificada por sus mangos y cerámicas.

A la puerta del matrimonio jamás ha tocado un médico ni conocen las bondades de una enfermera ni de los avances de las tecnologías. A lo mejor tampoco han apreciado un tractor.

Aunque no han visto a un galeno, Albecia aparece como una mujer enferma. Algunas veces las abejas del colmenar cercano incursionan, y le dejan su picada en algún segmento del cuerpo. Como consecuencia se inflama, y tratan de disminuir la hinchazón a base de remedios.

Lino se cruza de brazos. Albecia permanece en un sillón donde pasa las mañanas y espera cada noche. Así, un día y otro. Consumiendo la esperanza, restándole cada vez más a la existencia.

¿Tenemos o no nuestras Razones?

Por: Ricardo R: González

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